La torre caída

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La cosecha fue espléndida mientras estuve en Benadalid. Era una escena habitual en esos días contemplar a los burros cargados hasta arriba con racimos de uvas, conforme llegaban desde los viñedos al pueblo. Excepto en los casos en que los vecinos guardaban la uva para su propio consumo o cuando los jornaleros azotados por la pobreza se apropiaban de la que pertenecía a sus amos, toda la cosecha se destinaba para fabricar vino.

Alexander Steward: “In Darkest Spain” (1927)

I

Para entendernos soy lo que la gente llama, casi siempre en tono despectivo, un maestro de escuela. “A mucha honra”, respondo si alguien me lo recuerda con lengua de comadre, agradeciendo con esa muletilla los sacrificios que para pagar mis estudios han hecho mis padres, al tiempo que mantenían una familia numerosa con el magro salario de un auxiliar de Correos.

En cuanto obtuve el título solicité plaza de interino, a sabiendas de que si la obtenía me enviarían a las quimbambas. No me agradaba ni pizca la idea de renunciar a los atractivos que me ofrecía mi ciudad, en especial a los que poseía en grado sumo una pizpireta señorita de la que andaba enamoriscado; pero debía liberar a mis padres de una de las numerosas bocas que se sentaban a su mesa y no precisamente la de menor apetito.

Acerté de pleno. Me avisaron de la Delegación Provincial para que recogiera mi nombramiento como “Maestro Interino de la Escuela Unitaria de Niños de Benadalid”. Nunca había oído tal nombre. Recordé haber visto en la biblioteca una especie de guía de los pueblos de la provincia en la que encontré, entre otros, los siguientes datos:

Benadalid. Villa de 722 habitantes de hecho y 772 de derecho, a 112 kilómetros de la capital y 11 de la cabecera del partido. Estación más próxima Jimera de Líbar, a 10 kilómetros. Le bañan los ríos Genal y Guadiaro. Fiesta el 28 de agosto. Produce uvas, castañas, manzanas, peras, aceitunas, cereales, higos y zumaque…

Estos datos me animaron un poco. Al parecer el pueblo no era tan pequeño como creía y la escuela debía de estar bastante poblada. Y vistos los datos de producción supuse que, al menos, no me faltarían frutas que comer; aunque debía informarme sobre qué era aquello del zumaque.

Pero mi ánimo decayó de nuevo cuando me dijeron que no había carretera; todos los caminos que conducían al pueblo eran de herradura. Y pésimos, por cierto. Los sufrí en mis carnes cuando el tren correo que había salido de Málaga a las nueve de la mañana, se detuvo en la estación de Jimera a las cinco de la tarde. Total ocho horas para recorrer unos ciento cincuenta kilómetros.

Cuando el tren reanudó su marcha me sentí tan desvalido como un penado en el Peñón de Alhucemas. Las dos o tres personas que permanecieron en el andén observaban sin disimulo a aquel jovenzuelo, vestido como si fuese a un sarao, con un sombrero de fieltro sobre su cabeza y unos relucientes botines de cabritilla en sus pies. El jefe de estación, que debía de estar acostumbrado a parecidas situaciones, se compadeció de mi abandono:

-Perdone usted la indiscreción. ¿A dónde se dirige?

-Voy a Benadalid. Soy el nuevo maestro.

-Conque a Benadalid. ¿Usted sabe dónde queda Benadalid? Al otro lado de aquella sierra –dijo al tiempo que señalaba una lejana montaña, que a mí me pareció ser más alta que el Mulhacén.

Sin esperar mi respuesta, añadió:

Hoy está usted de suerte. Allí viene a recoger la saca del correo el estafeta de Benadalid. ¡¡Fernando!! ¡¡Fernando!!

A sus voces acudió un hombre de cuerpo achaparrado. Vestía pantalón de pana, camisa, chaleco sin mangas y una gorrilla de visera. Calzaba unas robustas botas de cuero, como las que cortaban y cosían los zapateros de obra prima. Tras hacerse cargo de mi situación, Fernando se ofreció a servirme de guía hasta Benadalid:

–Puede usted venir conmigo, pero tendrá que hacer el camino andando. Tengo una burra, pero la llevo cargada con unos paquetes para el abacero; como mucho le añadiré su maleta. A propósito, ¿no tiene usted otro calzado? –añadió con gesto de asco, señalando mis relucientes botines.

–Traigo unos zapatos para diario.

–Pues cámbielos por los botines; y vamos arreando antes de que nos coja la noche.

Lo de arreando no lo dijo en broma. La burra subía la cuesta como si la persiguiera una manada de lobos y nos llevaba con la lengua afuera. Fernando me ofreció una explicación:

–No crea que siempre va tan deprisa. Es que está parida y se acuerda del rucho que ha dejado en el pueblo. Mire usted como lleva las ubres, chorreando leche.

En efecto, con la leche que derramó la burra por la vereda bien podría haberse bañado Cleopatra.

Pronto dejamos atrás el pueblo de Jimera y atravesamos el arroyo de la Fuensanta. Hicimos un alto mientras bebía la burra. Fernando lió un cigarro, que fumó con parsimonia; luego llenó de agua su cantimplora.

Nos hará falta –comentó.

Desde el arroyo arrancaba una cuesta que se me hizo interminable:

–¿Tenemos que subir hasta lo alto de la sierra? –pregunté aterrado.

–No, hombre, no; falta poco para llegar al puerto y desde allí el camino va llaneando hasta el pueblo. Por cierto, ¿dónde piensa usted alojarse? Se lo pregunto porque mi mujer y yo somos dueños de la posada.

Me alegra saberlo. Me quedaré en su casa, si ustedes tienen sitio.

–Tenemos una habitación vacía. La ocupaba una hija que me quedaba soltera, pero se casó el mes pasado y se ha ido con su marido a Tetuán.

Suspiré aliviado. Fernando resultó ser mi providencia. Alcanzamos el puerto de la Palma y el camino se me hizo más llevadero. Casi anochecía cuando, tras tropezar por enésima vez, al doblar un recodo pude ver las primeras casas de Benadalid. Di gracias a Dios.

II

Los días siguientes fueron de mucho ajetreo y más emociones. De repente me vi convertido en un señor respetable: yo, que apenas había salido de la pubertad. Pero las circunstancias mandan y los vecinos me miraban con curiosidad, porque nunca habían visto un maestro tan joven.

En realidad casi todos, salvo los más ancianos, no habían conocido otro maestro que don Anastasio, que había fallecido un par de meses atrás después de haber regentado la escuela durante los últimos treinta años. ¡Con decir que cuando él llegó al pueblo a los maestros aún les pagaba –tarde y mal- el Ayuntamiento!

Por fortuna ahora recibiría mis haberes de la caja del Habilitado del Magisterio Nacional Primario por medio de un giro postal, que me abonaría el mismo Fernando. Dado que éste ya tenía una ligera idea de lo que cobraría, convenimos en ajustar el coste de la pensión completa en una cantidad que me dejaba un pequeño margen para mis gastos personales.

Pensé que podría completar mis ingresos con algunas clases particulares. ¡Vana ilusión! Las únicas personas que pagaban por la instrucción de sus hijos eran las que vivían en el campo y no podían enviarlos a la escuela. Y ese mísero mercado estaba cubierto por algunos escueleros itinerantes, que para matar el hambre aceptaban el pago en especie. Menos mal que yo soy hombre morigerado, que ni fumo ni bebo. En esa tesitura me dispuse a hacer frente a todas las dificultades con ánimo decidido, recordando lo que mi abuela decía: “no hay camino largo que no precise un primer paso”.

Los días siguientes fueron de constante ir y venir. Como primera providencia me presenté en las Casas del Cabildo, que es el nombre que allí se usaba para designar el edificio del Ayuntamiento. Al entrar en la oficina comprobé con sorpresa que se había formado una verdadera comisión de bienvenida: sentado ante una mesa llena de papeles un señor sobre cuya nariz aguileña cabalgaban unos quevedos; supuse que sería el secretario. A la derecha, junto a un balcón, fácilmente identificables por sus vestiduras, el cabo de la Guardia Civil y el párroco; y de pie junto al secretario un hombre con aspecto de campesino, que no podía ser otro que el alcalde.

Me presenté:

Señores, mi nombre es Juan Santaella y me han destinado a este lugar como maestro. Aquí tienen mi nombramiento y el oficio del Delegado de Instrucción Pública de la Provincia.

Al instante recibí la primera lección sobre la historia local. El secretario, al tiempo que daba entrada a los documentos, me advirtió:

–Ha de saber usted que este pueblo no es un “lugar”; tiene el título de “villa” desde que los Reyes Católicos reconquistaron estas tierras a la morisma. Hasta el siglo pasado fue cabeza del señorío de los señores duques de Medinaceli, antes lo había sido de los de Alcalá y aún antes. . .

El párroco interrumpió el discurso del escribano, que prometía ser prolijo:

–Bien está, don José; no abrumemos el primer día al señor maestro. Mi nombre es Santiago Mayor – Mayor es mi apellido- y, como habrá supuesto usted, soy el párroco de este pueblo; y de dos o tres más, según vienen los tiempos.

Estreché la mano del cura e hice ademán de besarla, cosa que me impidió educadamente. Al momento aprecié que dominaba la situación, pues los demás no abrían la boca:

–Le presento al señor Alcalde, don Francisco Beneroso y al comandante del puesto de la Benemérita, don Celedonio Gordillo.

Les saludé. El alcalde seguía mudo y el cabo, un hombre colérico, cuyas orejas rozaban el cuello de su guerrera, me miró ferozmente. Adiviné lo que estaba pensando: “¿Y éste es el maestro? ¡Menudo mequetrefe!”

El cura debió de sospechar lo que pensaba el tal Celedonio, porque intervino de nuevo con tono conciliador:

–No se preocupe, don Juan. No estamos aquí para juzgarle. Sólo hemos venido a ofrecerle nuestra ayuda y a recordarle que, desde ahora, forma usted parte de las autoridades de este pueblo.

De pronto, sin sospecharlo, me vi revestido de autoridad. Musité unas palabras de agradecimiento y me puse incondicionalmente a su disposición, sin saber exactamente qué esperaban de mí; pero esta ignorancia no me preocupó, porque estaba seguro de que ya se encargarían de decírmelo. Una vez cumplidos los formulismos de rigor, el secretario me entregó las llaves de la escuela y llamó al alguacil para que me acompañase.

La escuela estaba instalada en los bajos del Ayuntamiento, en un local húmedo y frío, con escasa luz y menos ventilación. Por supuesto no disponía de retrete. Allí esperaban recibir la primera clase unos treinta alumnos entre seis y doce años, que se apretujaban en unas bancas de gruesos tablones de castaño. No había sitio para todos.

Completaban el mobiliario un pizarrón de madera, un armario desvencijado y la mesa y la silla del maestro. Presidía la sala un crucifijo; a sus flancos, unos centímetros más abajo, dos retratos enmarcados, uno del rey Alfonso XIII y otro del jefe del Directorio Militar, general Primo de Rivera. En la pared lateral, sobre una pequeña repisa, una lámina con la imagen de la Inmaculada Concepción. Este fue el escenario en el que desarrollé mi labor como aprendiz de pedagogo a lo largo de los meses que siguieron.

Mi vida en el pueblo estaba presidida por la monotonía. Todo se reducía a atender mi trabajo en la escuela, procurando convencer de la utilidad del conocimiento a unos alumnos, cuya única preocupación residía en saber si al volver a sus casas hallarían algo con que llenar su estómago que no fuera agua clara de la fuente.

La asistencia a clase era muy irregular. La recogida de las castañas a mediados de octubre, seguida por la de las aceitunas en noviembre, redujo al mínimo la presencia de los niños en la escuela. Otros, apenas cumplidos diez u once años, desaparecían sin más explicaciones. Al preguntar a sus compañeros respondían con un cierto tono de envidia en su voz:

–Juanico se ha ajustado en un cortijo, de porquero; duerme en un pajar y gana dos reales todos los días…¡ y mantenido!

Mis quejas ante el alcalde cayeron en saco roto. Ante mi insistencia, para zanjar la cuestión me espetó:

Los hijos de los jornaleros no necesitan saber leer ni escribir, que luego se revolucionan.

III

Quiero pensar que fue por mi inexperiencia, pero reconozco que me dejé llevar por la rutina y no hice los esfuerzos necesarios para mejorar las cosas. Sin tener conciencia de ello actué como las fuerzas vivas que me recibieron en el Ayuntamiento esperaban que lo hiciera. Me engulló la atmósfera fatalista de aquella comunidad, en la que las personas acomodadas sólo pensaban en mantener su bienestar y los pobres, la mayoría, no veían otro camino para salir de la miseria que la huida, cuanto antes y cuanto más lejos mejor.

Consideré que había fracasado. Pensé que nunca llegaría a ser un buen maestro y que lo mejor que podía hacer era abandonar; pero deseché la idea porque mis padres no se merecían tal disgusto. Mis relaciones sociales, simplemente, no existían. Una vez comprobaron que no sería un elemento conflictivo, las autoridades me ningunearon; salvo el párroco, que me utilizaba para llevar los niños a la iglesia. Y esa conducta acomodaticia me alejó de los demás vecinos. Ni siquiera pude relacionarme con los jóvenes de mi edad, que veían en mí un lechuguino urbano que consideraba bárbaras sus diversiones, como la que consistía en enterrar gallos hasta la cabeza y matarlos luego a pedradas. Me sentía como un corcho flotando en un estanque.

De esta situación vino a sacarme un amigo inesperado. Lo conocí a poco de llegar a Benadalid. Durante las horas muertas, que me sobraban, me propuse conocer lo que hubiera de interés en el pueblo y sus alrededores. En uno de mis primeros paseos salí por la calle Real hasta el lugar conocido como “La Carrera”, donde terminaba la calle.

A escasa distancia de la última casa se levantaba un notable Calvario construido con sillares de piedra caliza, que tenía el porte de un gran retablo al aire libre sobre tres amplias gradas. En su centro se erguía una gran cruz de madera, a la que sólo le faltaba el sudario de Cristo.

Junto al Calvario se veía una era empedrada con chinas de río y, unos cuantos metros más allá, un pequeño castillo de mampostería soldada con argamasa, con cuatro torreones redondos y mochos en sus ángulos, uno de los cuales se había desprendido del muro y estaba caído sobre un costado; daba la impresión de que, en cualquier momento, rodaría por la pendiente hasta el fondo del valle.

–Dicen que este castillo lo levantaron los romanos; pero para mí es obra de agarenos. Ahora la única guarnición que hay entre sus muros la forman los muertos: lo han convertido en cementerio.

Absorto en la contemplación de tales monumentos, que no esperaba encontrar en pueblo tan pequeño, no había advertido la presencia de quien me dirigía la palabra. Era un anciano que se hallaba sentado en el umbral de la puerta del castillo, sobre la cual campeaba un escudo nobiliario labrado en piedra arenisca.

–Perdone, caballero, que le haya hablado sin presentarme. Mi nombre es José Fernández, aunque hasta los críos me conocen por “mano” Pepe.

–Mucho gusto –le respondí. Yo me llamo Juan Santaella y soy el nuevo maestro. Permítame una pregunta, ¿qué significa eso de “mano”?

–Es un tratamiento de respeto a las personas de mi edad; creo que vale tanto como hermano.

El anciano se levantó. Corto de talla y de cuerpo delgado y fibroso, vestía pulcramente una especie de camisa negra, sin cuello, pantalones de color indefinido y abarcas de cuero. Cubría su rapada cabeza con una gorra de paño negro, de las que en aquel lugar llamaban una “bilbaína”. En su mano derecha sostenía un largo y nudoso cayado de acebuche, que usaba para llamar la atención de su interlocutor, al estilo de un maestro con su puntero, y para esculcar bajo las piedras o entre las matas, como si esperase encontrar algo de interés.

Debía de ser gran hablador. Aquella tarde había pegado la hebra con un incauto y no pensaba soltarla. En pocos minutos me contó que nunca se había casado, que vivía con una sobrina también soltera y que había trabajado todo su tiempo de cantero, oficio heredado de sus antepasados.

–Mi tatarabuelo era portugués. Vino al pueblo allá por el siglo XVIII y labró todas las piedras de este Calvario. ¡Venga usted! Mire la fecha tallada en la peana de la cruz que lo remata: 1776.

En ese momento se nos unió otro anciano. Caminaba encorvado, hasta el punto de que su cuerpo formaba un ángulo casi recto con el vértice en su cintura. Esta complexión le obligaba a caminar cruzando los pies a cada paso, por lo que se ayudaba de un bastón con contera de goma, que le servía de tercer pie cuando se detenía. Bajo el brazo izquierdo portaba un grueso manojo de esparto majado, que utilizaba para tejer pleita y torcer tomizas en una tarea que parecía no tener fin.

Absortos en la contemplación del Calvario no advertimos su presencia hasta que nos saludó:

–¡A la paz de Dios! ¡Buenas tardes tengan ustedes!

–¡Hombre, Domingo! ¡Que Dios te ampare! –respondió “mano” Pepe–. Este caballero que me acompaña es don Juan, el nuevo maestro.

–¡Muy joven lo veo yo para maestro!

–La juventud, ¿cuándo ha sido un inconveniente?

–Depende de para qué…

Los dos ancianos amenazaban con seguir filosofando sobre las ventajas e inconvenientes de ser joven, de modo que intenté que cambiasen de conversación:

–Y usted, Domingo, ¿en qué ha trabajado?

–Desde que tenía 10 años he trabajado en el campo, como jornalero; casi todo el año en las viñas.

“Mano” Pepe, que no podía permanecer en silencio más de dos minutos, intervino de nuevo:

Es que no hace muchos años este valle estaba lleno de viñas. Y las viñas daban muchos jornales. Había cientos y cientos de lagares y algunas temporadas, después de la vendimia, el mosto no cabía en las botas. Mi padre me dijo que hubo un año en el que por algunos arroyos en vez de agua corría vino.

Pensé que exageraba, pero no lo dije:

–¿Dónde se vendía tanto vino?–pregunté.

Se vendían pocas arrobas; no era un buen vino –respondió Domingo–. Se “quemaba” para sacar aguardiente.

De nuevo intervino el sabio “mano” Pepe:

–Hace años en este pueblo funcionaban veinticuatro alambiques y no sé cuantas alquitaras en los lagares de las viñas. Ahora sólo queda uno, el de don Alejandro de Sierra. Entonces echaban humo todo el año, y los arrieros no paraban de llevar damajuanas de aguardiente a Gibraltar. Alguien me contó que el siglo pasado los ingleses llevaban aguardiente de Benadalid a Egipto, para darles una ración diaria a los obreros que trabajaban en la obra del Canal de Suez. Aguantaban mejor la tremenda calor con un trago de vez en cuando.

–¡Eso no te lo contaría también tu padre! –exclamó con sorna su amigo.

“Mano Pepe” pasó por alto la ironía y añadió:

–Todo el mundo sabe que gracias al aguardiente los guerrilleros de este valle derrotaron a los franceses en estos riscos. Cuando salían a emboscarlos cada hombre, además de su faca y su retaco, llevaba una cantimplora llena de aguardiente.

No sabía si creerme aquellas historias, así que pregunté:

–¿Qué pasó con las viñas?

–Entró el gusano y las arruinó. No quedó ni un mal sarmiento –respondió Domingo–. La ruina de las viñas trajo la ruina de la gente, que se quedó sin trabajo y sin pan. Tuvieron que emigrar; unos a Marruecos, otros a Cuba o a Buenos Aires. Primero los hombres, que luego arrastraron a sus mujeres y a sus hijos. Ahora quedamos menos de la mitad de los vecinos. Muchos cerraron las puertas de sus casas y no las han vuelto a abrir.

Caía la tarde. El sol se ocultó tras los riscos de la sierra y comenzó a hacer frío. Mis dos amigos decidieron que era hora de regresar al calor de sus hogares y yo, sin tener nada mejor que hacer, me recogí en la soledad de mi habitación de la posada.

La conversación con los dos ancianos me hizo ver que las personas de Benadalid no estaban tan embrutecidas como cabía esperar. La mayoría no había disfrutado de las ventajas de una enseñanza adecuada y eran iletrados; pero poseían un dominio de la palabra hablada que superaba con creces al de los habitantes de las ciudades, entre los que me incluía. Además sus modales eran, por así decirlo, exquisitos.

IV

Al día siguiente comenzó a llover y no escampó en tres semanas. La ventana de mi cuarto se asomaba a un callejón por el que corría un arroyuelo, que se había convertido en río caudaloso. Camino de la escuela debía ir dando saltos, esquivando charcos y canalones. La lluvia aumentaba la miseria de los jornaleros, a los que impedía salir al campo a trabajar. La situación llegó a ser tan desesperada que, ante el riesgo de una revuelta, el Ayuntamiento decidió conceder un adelanto a cuenta de futuros jornales y la parroquia comenzó a repartir hogazas de pan a quienes estaban censados como “pobres de solemnidad”.

Pan para hoy, hambre para mañana –sentenció Domingo.

Durante esos días no volví a ver a mis amigos. Al fin salió el sol y los vecinos suspiraron aliviados. Cuando terminé la jornada de tarde, me encaminé hacia el castillo-cementerio. En el umbral estaban sentados los dos ancianos, que me saludaron con afecto. Junto a la puerta había un sillar de piedra berroqueña, en el que hice ademán de sentarme. “Mano” Pepe me contuvo con un gesto:

–No tome usted asiento en esa piedra, don Juan.

Ante mi gesto de extrañeza, continuó:

–Hace unos años a una familia de los protestantes que viven en Las Canchas se le murió un niño a los pocos días de nacer. Lo trajeron a enterrar al pueblo, pero el cura que había entonces se negó diciendo que no estaba bautizado. De nada sirvieron los ruegos de su padre, ni las lágrimas de su madre. Al final el alcalde les dio permiso para enterrarlo en ese rincón, junto a la puerta.

–¡Como si el cuerpecillo del pobrecito fuese a envenenar la tierra que hay dentro! ¡Malos mengues arrastren al cura! –exclamó con furia Domingo.

–Pusimos encima esa piedra para evitar que algún gandano o algún tejón de los que andan de noche desenterrara el cuerpo para devorarlo; y nadie toma asiento en ella en señal de respeto. Después de aquel suceso la gente dejó de ir a la iglesia y el cura se volvió medio loco. El obispo se lo llevó y el nuevo párroco, el que tenemos ahora, ofreció a los protestantes trasladar los restos al interior del cementerio, pero los padres se negaron. Usted habrá notado que siempre hay flores junto a esa piedra, aunque no sean más que unas sencillas amapolas.

–¡Es una historia muy triste! –opiné yo sin saber qué decir.

Aquella tarde ya no hablamos más que sobre trivialidades hasta que se ocultó el sol, que era la señal para que los ancianos regresaran a sus casas. Pasé varios días ocupado en otros menesteres antes de regresar a la explanada del castillo. Como siempre, sentados en el umbral de la puerta, calentando sus huesos a la recacha, encontré a mis dos amigos. Tras los saludos de rigor, traje a colación el tema que me interesaba:

“Mano” Pepe: el día en que lo conocí me dijo usted que esta fortaleza le parecía obra de agarenos.

–¿De agarenos? Esto es obra moruna –afirmó Domingo muy convencido.

Da lo mismo moros que agarenos –respondió su amigo. Yo digo agarenos porque hablar de moros en este pueblo es mentar la soga en casa del ahorcado.

–¿Por qué razón? –pregunté.

–Porque los vecinos han sufrido mucho con la guerra del Rif. Hace un par de años Primo de Rivera nos trajo la paz; pero la paz no ha devuelto a sus madres los hijos que murieron sin saber por qué luchaban, llevados a aquella maldita tierra como borregos al matadero.

–Los moros son unos salvajes. En el Annual a los prisioneros les cortaban sus partes y se las metían en la boca; luego los degollaban como a cerdos –-recordó Domingo indignado.

–¡Es cierto! Pero los moros defendían su tierra, sus familias. ¿Quién nos mandó a nosotros ir allá?

Nunca había oído antes tal versión sobre la guerra en Marruecos. Mi opinión sobre la misma bebía de las fuentes de la propaganda oficial, aunque en Málaga había visto personalmente los desembarcos, casi a escondidas, de los heridos repatriados. La versión de los dos ancianos me abrió los ojos; pero hablar abiertamente del tema estaba prohibido. De todos modos agradecí la confianza que habían depositado en mí al contarme su versión.

Esta es otra triste historia –les dije.

–Pues este castillo está lleno de historias tan tristes como triste es la vida en este pueblo –afirmó Domingo.

–No siempre sería así –comenté para desviar la charla de cosas tristes.

Desde luego que no –-añadió “mano” Pepe–. Antes de que llegaran los franceses vivieron en el castillo los corregidores del duque, que gobernaban este pueblo y el vecino.

–¿Cómo es que los franceses no asolaron el castillo? Según me ha contado el secretario destruyeron la iglesia y la ermita del Santo Cristo de la Puente, además de incendiar el pueblo.

Me respondió Domingo:

–Porque no merecía la pena gastar unas cuantas cargas de pólvora. Este siempre ha sido un castillo como de juguete. Los franceses lo usaron para encerrar a los prisioneros; pero antes de abandonarlo los degollaron y arrojaron los cuerpos al aljibe; como si el aljibe fuera un carnero.

–Así que hay un aljibe.

–Sí, ¿quiere usted verlo?

Atravesamos la puerta y penetramos en el patio de la fortaleza. Tres de los cuatro lienzos de la muralla estaban cubiertos por filas de nichos, unos sobre otros, con los nombres de los difuntos esculpidos en sus lápidas de mármol. Diseminadas por el suelo se veían numerosas cruces de madera, que indicaban lugares de enterramiento. En el centro del patio había un brocal cuadrado, como de un pozo. “Mano” Pepe me informó:

–Años después de la retirada de los franceses, el Ayuntamiento pidió al dueño del castillo, el duque de Medinaceli, que lo cediera para usarlo como cementerio, porque el antiguo, junto a la iglesia, fue profanado por los gabachos y causaba muchas pestilencias.

–Desde entonces los vecinos tenemos aquí nuestra última morada –-añadió Domingo–. Las familias con posibles encargan una bóveda al albañil, y las pobres pagan al sepulturero para que excave una fosa en la tierra. Como los pobres son los más, ya no hay en el patio un sitio libre donde abrir una fosa, así que los cadáveres están ya unos encima de otros. Al abrir la última fosa el sepulturero rompió con el pico el ataúd de la tía Ana la “Penca”; yo mismo vi su esqueleto, con unos pelos que le llegaban a los zancajos y en los dedos le habían crecido uñas de águila…

Al ver mi gesto de desagrado, Domingo se regodeaba en la descripción de los restos de la tía Ana. Le interrumpí:

–¿Y el aljibe?

Nos asomamos al brocal. En la penumbra se veía brillar el agua. “Mano” Pepe arrojó una china, que se hundió formando ondas en la superficie:

No es muy profundo, unas diez varas; pero se extiende por debajo de todo el patio, hasta los muros. Y está cubierto por una bóveda sostenida por pilares de ladrillo. Todo esto lo comprobaron los que lo limpiaron cuando se trasladó aquí el cementerio; entonces retiraron los esqueletos de los que asesinaron los franceses.

Mi curiosidad no tenía límites:

¿Y el agua? ¿De dónde viene el agua?-

Nadie lo sabe. Siempre está al mismo nivel, nunca se seca Un zahorí afirmó que venía de alguna fuente oculta en las faldas de aquel cerro. Dicen que es un agua dulce, dulce. Aunque nadie la bebe, porque es agua de muertos. Sólo la usa el alarife para hacer la argamasa. Y hasta las mujeres que vienen con flores para adornar las tumbas, prefieren cargar con agua de la fuente, porque dicen que la del aljibe las mustia enseguida.

V

Desde lo alto de la sierra caían las sombras. Acompañé a los ancianos en el camino de retorno y me despedí. Durante un tiempo dejé de verlos, ocupado en otros asuntos. A decir verdad, el distanciamiento de mis amigos obedeció a una admonición de las autoridades por medio, como de costumbre, del párroco. Los sábados por la mañana acudía a la escuela a comprobar el nivel de conocimientos que tenían mis alumnos del catecismo del Padre Ripalda. Al terminar su inspección me dijo:

–Don Juan, se comenta entre los vecinos que usted no parece de esta parroquia. Se sorprenden de que en los meses que lleva usted aquí no haya hecho más amigos que ese par de ancianos que toman el sol en la puerta del cementerio.

–Usted perdone, don Santiago. ¿Qué tienen de malo “mano” Pepe y Domingo? Pienso que son dos buenas personas.

–No tengo nada que decir de “mano” Pepe; es un hombre de orden. En cambio Domingo ha sido siempre un rebelde; fue él quien incitó a los vecinos a dejar de asistir a misa cuando la muerte del niño de los protestantes. Pero dejemos eso; el caso es que usted debería de esforzarse un poco más en mantener otras relaciones; con los jóvenes, por ejemplo.

Tomé buena nota de la advertencia, pues no quería que el cura comenzara a predicar contra mí en el sermón dominical. Era una práctica habitual en él criticar desde el púlpito, eso sí, veladamente, conductas personales que a lo mejor había conocido en el confesionario.

Reconozco que me acobardé. Sin mucha convicción hice nuevos intentos de acercamiento a los jóvenes, colaborando con los preparativos de la fiesta de la Candelaria, en la que las madres presentaban a la Virgen los hijos habidos durante el último año, en una procesión en la que las mozas núbiles, vestidas de un blanco inmaculado y adornadas con guirnaldas de flores, portaban candelas, acompañadas cada una de un caballero. Pero fracasé estrepitosamente en mi intento, porque ninguna muchacha, ni siquiera una Aldonza Lorenzo, me consideró digno de ser su paladín.

Pasaron los meses y ya había signos en la atmósfera de la llegada del verano. Desde que se remataron las labores en las viñas el trabajo escaseaba. Como cada primavera las autoridades anunciaron la inminente reanudación de los trabajos de construcción de la ansiada carretera, interrumpidos en el pueblo cercano hacía ya dos décadas; pero los vecinos ya no daban crédito a tales promesas. Para salvar la situación hasta que los jornaleros marchasen a la siega en las campiñas de Jerez, el Ayuntamiento puso en marcha un plan de obras de mantenimiento: reparación de fuentes y caños, encalado de edificios municipales y limpieza de los caminos.

Mi estancia en el pueblo llegaba a su fin. Así que decidí volver por donde solía. Una tarde me dirigí en busca de los dos amigos, pero no los hallé en la puerta del castillo-cementerio. Un transeúnte me sacó de dudas:

–Cuando aprieta la calor cambian la recacha por otro sitio más fresco. Dé usted la vuelta a la torre de la izquierda y encontrará una veredilla que bordea la muralla. Los verá usted a la sombra, sentados sobre las piedras de la torre caída.

Seguí sus indicaciones y al final del camino vi a los dos ancianos sentados a la sombra que proyectaba la muralla. La torre había caído en bloque, quedando acostada sin perder ni uno solo de sus mampuestos. Desde ella se divisaba gran parte del valle. Muchos años atrás el mayor terrateniente del pueblo allanó el terreno y ordenó construir sobre el lomo de la torre un asiento de piedra, usándola como una atalaya desde la cual, con un catalejo, vigilaba a los peones que trabajaban en sus viñas y olivares.

El terrateniente murió. Sus numerosos hijos se repartieron los predios y perdieron la condición de terratenientes. Ahora mis amigos aprovechaban aquel escaño. Al verme llegar, exclamó Domingo:

¡Dichosos los ojos! ¡Se ve que últimamente no quiere usted nada con los pobres!

Me dolió el reproche, pero me lo merecía. Balbucí una excusa. “Mano” Pepe, siempre diplomático, intentó justificar mi conducta:

–¡Bien está lo que bien parece, Domingo! Don Juan es un hombre con muchas ocupaciones; no como nosotros, que desayunamos y luego pasamos el tiempo esperando la hora de ir a almorzar.

Tomé asiento junto a ellos e inicié la conversación:

–Siento curiosidad; ¿qué tumbó la torre? ¿Algún terremoto?

Me respondió Domingo:

–Hace tanto tiempo que nadie lo recuerda; pero para mí que fue un terremoto…o una gredera.

–Esa es la opinión de la gente que no cree más que en lo que ve y en lo que toca –añadió “mano” Pepe-. Otros opinamos que hubo otra razón.

–¿Qué otra causa pudo haber causado el derrumbe? –pregunté.

–La torre cayó por la ambición de los hombres.

–¡Esos son cuentos de viejas melindrosas! –exclamó Domingo con convicción.

–¡Me tienen ustedes sobre ascuas! ¿Cómo pudo la ambición derribar esta torre?

–Nada se resiste a la fuerza de la ambición –sentenció “mano” Pepe, quien aplastó una hormiga con su cayado y se acomodó sobre el duro asiento de piedra para desgranar su historia:

Un día lejano, reinando Carlos III, apareció por el pueblo un moro de los que llaman mogataces, cabalgando a la jineta en un caballo negro lucero, calzado de tres patas. Venía del presidio del Peñón de Vélez de la Gomera, donde prestaba servicios al Rey de las Españas. Vestía a la usanza moruna, con chilaba rayada y un alquicel blanco. De su faja sobresalía la empuñadura de plata labrada de una gumía.

Domingo no pudo dejar de intervenir:

–¡Déjate de palabrería! Cada vez que te escucho contar esta historia la adornas más.

–Por favor, Domingo; deje que la adorne, pues estoy aprendiendo muchas palabras, desconocidas para mí.

–No le haga caso, don Juan. Lo que le molesta es que alguien sepa más que él. ¡Bien, sigamos! El moro, que dijo llamarse Hassan ben Mohamed ben Ismail, presentó licencia y salvoconducto para viajar por estas tierras, en las que durante siglos vivieron sus antepasados. De su alforja sacó una llave que, según dijo, era la de la casa que había sido de su familia

Como aparentaba ser un moro acomodado los alcaldes lo dejaron estar. Los vecinos, al comprobar que no reclamaba la propiedad de casas ni tierras, se tranquilizaron. Se alojó en la posada y como hablaba bien en cristiano, pronto se relacionó con algunas personas a las que, con astucia, fue sonsacando información.

–Pero, ¿qué buscaba? –pregunté intrigado.

–¡Un tesoro! –exclamó Domingo sin poder contenerse.

Por vez primera observé en el rostro de “mano” Pepe, siempre tan cordial, signos de enfado. La inoportuna intervención de su amigo, que miraba hacia otro lado sin dar señales de arrepentimiento, había arruinado su relato. Cediendo a mis ruegos, continuó:

–Todas aquellas conversaciones no eran sino cortinas de humo, pistas falsas para desviar la atención de los vecinos de sus verdaderos propósitos. Esperó hasta que el viento “cortesano” arrastró un temporal de mil pares de diablos. Una noche, en medio del diluvio, salió de la posada sin ser advertido. Escondidos tras la pared del Calvario lo esperaban dos compinches, armados de palas y espiochas.

Rodearon el castillo y se dirigieron hacia los pies de esta torre. Amparados por la oscuridad, el viento y la lluvia, siguiendo las indicaciones de Hassan los dos camalos comenzaron a zahondar bajo los cimientos de la torre, buscando un arca enterrada. Cuando uno de ellos tropezó con la tapa del arca, llamó la atención del moro, que se inclinó a comprobarlo. Era la ocasión que esperaban aquellos desalmados. A traición asestaron un golpe tremendo en el colodrillo a Mohamed, que en aquel mismo instante entregó su alma a Alá.

Mi curiosidad pudo más que mis normas de cortesía y pregunté:

¿Qué hicieron luego?

–La ambición los cegó. Siguieron excavando con furia, sacando de su encaje piedras de carga. Los cimientos, empapados por el agua, cedieron y la torre se derrumbó sobre ellos, sepultando para siempre jamás sus cuerpos junto al de su víctima. ¡Justo castigo a su crimen!

–Y luego, ¿nadie volvió a buscar el tesoro?

–Nadie se atrevió. A partir de aquella noche comenzaron a oírse quejas y lamentos como si bajo la torre caída habitasen almas del purgatorio y los vecinos, supersticiosos, se acobardaron. Y hay quien dice que todavía se oyen.

–Sí, soy testigo –dijo Domingo con sorna–. Yo mismo he oído lamentos; unos en algarabía y otros en cristiano.

Ni “mano” Pepe, ni yo hicimos caso alguno al último comentario.

–En cualquier caso es una hermosa leyenda –afirmé admirado.

Creo que fue un hecho cierto, que con el paso del tiempo ha dado en leyenda. El moro y sus verdugos no volvieron a dar señales de vida. Y en el archivo del Cabildo, antes de que lo quemaran los franceses, había un testimonio de la viuda de uno de los criminales, en el que manifestaba que su marido le había confesado aquella noche que pronto serían ricos, que iba a buscar un tesoro escondido en el castillo; pero nunca regresó a su casa.

De nuevo Domingo ejerció de abogado del diablo:

Desde que tengo uso de razón he conocido la existencia de muchos buscadores de tesoros en este pueblo, todos empujados por la necesidad. Yo mismo estuve un tiempo asociado con un zahorí buscando pucheros repletos de doblones de oro en el despoblado morisco de Benamaya. Abrí hoyos como para enterrar a todos los muertos en la guerra de Cuba. Hasta que me cansé, porque el zahorí las únicas herramientas que manejaba eran el péndulo y la horquilla.

–Al final llegamos a la conclusión de que lo único cierto en esta historia es que la torre cayó –dije para cerrar el debate.

Sigo pensando que en esta historia hay algo de verdad –sentenció “mano” Pepe.

Pues yo creo que la torre se cayó de vieja –afirmó Domingo–. Lo que tengo por seguro es que desde que cayó la torre este pueblo no ha vuelto a levantar cabeza.

Epílogo

Esa fue la última conversación que mantuve con mis amigos. Cuando vine a tomar conciencia de ello, mi estancia en el pueblo se había acabado.

La tarde anterior a mi partida fui por última vez a la torre caída, a despedirme de los dos ancianos. Allí, sobre aquellos restos de lo que fuera un orgulloso castillo, degenerado en triste cementerio y convertido en el símbolo de la decadencia de Benadalid, conmovidos, nos dijimos adiós.

No sé por qué recordé la muletilla que, con evidente placer malsano, usaba el profesor de Latín del Instituto de la calle Gaona cuando entregaba las papeletas a los alumnos suspensos: Sic transit gloria mundi.

Ronda, septiembre de 2015

Pedro Sierra de Cózar

(Fotografía del castillo de Manuel Casamar, 1961. Biblioteca Virtual de la Provincia de Málaga, Legado Temboury)

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