La Emisora Parroquial

.(cuento no muy alejado de la realidad)

I. El doble de campanas

La aldea antes callada
se agita inquieta ahora,
por ella cruzan vientos
de bélica emoción…

Fue una guerra tremenda ¡y en el seno de la misma iglesia! entre las dos direcciones del espacio espiritual: la celeste y la terrena, o sea, la vertical y la horizontal.
Las milicias de estos bandos ortogonales apenas se distinguían por la forma, acampanada en ambos casos, pero sí por la materia: las verticales eran de bronce y las horizontales de aluminio.

1960 más o menos, ya no lo recuerdo bien. Empezaba una guerra aérea en Benadalid.

Desde las ventanas de la escuela pudimos ver aquel desembarco de Normandía, aquella invasión de Alhucemas…, aunque entonces no sabíamos compararla así. Simplemente, aparcó en el compás una furgoneta blanca, y de ella varios operarios sacaron una especie de campanas brillantes y las llevaron a la iglesia. El maestro no estaba entonces con nosotros pero Paco Javier, monaguillo mayor, informó de que la furgoneta traía dos altavoces para el pueblo y otros dos para Genaguacil. Tras una discusión quedó claro que un artavoh era como un arradio, pero para todo el pueblo.

Y nos pareció bien, pues no había muchos aparatos de radio en el pueblo, solo los suficientes para ir desde la plaza por toda la calle Real oyendo el parte -noticiario obligado para todas las emisoras- de las 10 de la noche, hora en que los niños nos solíamos recoger.

No les pareció tan bien a las oscuras campanas de toda la vida. Hasta entonces Tan, Tin y Ten, pues eran tres, tenían el monopolio de la comunicación aérea local. Su limitada tesitura abarcaba sin embargo los aspectos más importantes de la vida:

Si decían Tin tin tin… invitaban suavemente a participar en un catecismo, un triduo, una novena o algo así.
Con Tatin-titán, tatin-titán… animaban alegremente a ir a misa u otros asuntos de similar importancia.
Tin tan tian, tin tan tian… era el toque de difuntos, de aquellos que, de pronto, dejaban de exportar y, poco a poco, de importar.
La Ten era una esclava del tiempo, y se limitaba a dar las horas medias y enteras del reloj; lo demás le daba igual.

Más operarios llegaron luego y colocaron las campanas horizontales de aluminio en lo alto de la media naranja, desafiando a las verticales de bronce que ocupaban desde toda la vida cristiana la torre, el viejo minarete musulmán. Estas se alarmaron, pero no se atrevieron a tañer. Sufrieron en silencio la horrible sospecha de que las nuevas les iban a quitar el trabajo, su largamente acreditada función social.

– ¿Crees que van a hacer con nosotras lo mismo que hicimos nosotras con el muecín? -preguntó en un susurro Tin a Tan.

– A mí no me han de quitar el trabajo esas, pues no están conectadas al Reloj -dijo Ten, y se quiso dormir hasta que tuviera a bien despertarla su amo/amor.

Dos tercios del bronce veterano trataban de defenderse contra el aluminio recién reclutado, pero lo único que podían hacer las campanas de siempre en aquella guerra espacial, metálica y sonora, era criticar.

– Esas advenedizas -comentaba displicente Tan-, se creen que su brillo plateado les ha de durar, ignorando que la intemperie, adonde estamos todas, es capaz de convertir el bronce en verdín.

– Síii, y ese badajo horizontal, tan tieso y provocativo, creen que han de mantenerlo así per sécula seculórum, jajaja -dijo sarcástica la Tin, que de oídas algo sabía de latín.

– ¿Se habrá escuchado bien la doble campanada de la una en punto? – terció Ten-. A mí lo que me fastidia de esas es que no se callan cuando doy las horas, ¡vaya falta de educación!

.

La aldea antes callada se llenó de ondas muy superiores en complejidad a las que podían emitir las venidas a menos Tan, Tin y Ten.

Incluso en Semana Santa, cuando las de bronce -salvo Ten, que iba a su aire cronometrado- permanecían calladas en señal de luto, las de aluminio se apropiaron del sonido seco de las tabletas, que eran las sustitutas de tan doloroso silencio. Ya no iban tocándolas por la calle los monaguillos, ni se disputaban entre ellos quién las redoblaba mejor; bastaba uno para tocar la matraca en la sacristía, ante el micrófono de la emisora.

– ¡Los monaguillos estarán con nosotras, serán solidarios! Las nuevas campanas les quitan el trabajo, y por tanto las propinas -así trataba de animar Tin a las demás, invocando unos refuerzos dudosos.

Mientras Ten bostezaba porque para ella no era una hora fetén, Tan, la más veterana, consoló a Tin.

– Mira, pequeña, nuestro bronce data de la Edad de Piedra al final, y el aluminio es hijo de la electricidad, que los humanos han querido domesticar hace menos de dos siglos, poca edad. Tiempos vendrán, pues el tiempo es largo, en que algún operario ha de desmontar las campanas de aluminio de la media naranja porque no son, yo qué sé…, de coltán; y basura serán. Pero nosotras seguiremos acá, esperando que algún monaguillo, que siempre habrá, nos toque entre la falda el badajo desde abajo, y nos hagan vibrar de emoción casi sexual. Cosa que ellas no han sentido ni sentirán, pues no tienen cuerda en el badajo, solo electricidad.

Tanta asonancia en á, tan propia de Tan, apaciguó a Tin. Y su sagacidad, al predecir acontecimientos que luego sucedieron tal cual, es digna de admiración, al menos para mí.

Tin estaba a punto de dormirse cuando las horizontales difundían una de las canciones favoritas de la Emisora Parroquial:

La aldea, antes callada,
se agita inquieta ahora:
por ella cruzan vientos
de bélica emoción.

Dispuestos a la lucha
los mozos se preparan,
y va a partir en breve
del pueblo un batallón.

Al pie de la iglesia Rosina solloza,
también a la guerra se marcha su amor.
En tanto ella llora, feliz él sonríe,
y canta esta copla con cálida voz:

Por valiente he de ganarme
una cruz deslumbradora
pa’ verla sobre tu pecho
el día de nuestra boda.

A Tin, que era -y sigue siendo- muy perspicaz, se le erizó su melena de olmo viejo:

– Atenta, Tan, y ten en cuenta Ten, ¿escucháis la historia que cuentan esas? ¡Si serán mentirosas…! ¿Cómo es posible que una aldea reclute a cientos de soldados, a todo un batallón? ¡Serían 4 o 5, o 10 o 20: un pelotón, o como mucho una sección!

Las de aluminio seguían cantando la segunda estrofa de la copla:

De gala y alegría
el pueblo se ha vestido,
pues ya la lucha fiera
por fin se terminó.

Y allá por el camino,
cubierto de laureles,
regresa hacia la aldea
el bravo batallón.

Al pie de la iglesia la amante Rosina,
con honda amargura, los ve desfilar.
Entre ellos no vuelve
aquel que al marcharse,
gozoso y alegre, entonó este cantar:

Por valiente he de ganarme…

Y luego la tercera:

Allá por el camino,
sin bélicos clamores,
regresa, triste y solo,
un mozo hacia el lugar.

Despojo de la guerra,
perdió en ella la vista,
y a tientas caminando
buscando el pueblo va.

Rosina al encuentro le sale angustiada,
en un mudo abrazo se funden los dos;
y el ciego, arrancando la cruz de su pecho,
le dice a la moza con trémula voz:

Con orgullo has de lucirla
porque está muy bien ganada:
me ha costao el no poder ver
más la gloria de tu cara.

Tin se revolvió tanto que estuvo a punto de repicar en toque de atención. Su melenilla, como hendida por el rayo, echaba chispas.

– ¡Anda! Ahora el batallón regresa a la aldea ¡dejándose atrás al ciego que ha ganado una laureada! ¿Es eso propio del deber, la justicia y la camaradería que reinan en un cuartel? ¡Eso atenta a los principios del honor militar! Y la chica ¿es tonta o qué? ¿No pregunta, a los soldados que han vuelto, si han visto a su novio, aunque sea por casualidad? ¿Y no hay uno tan caritativo que le diga: “No te preocupes, Rosina: como tu novio apenas puede ver la brújula tardará unos días más, pero llegará”.

– Oh, Tin, detén tanto retintín. Esas no saben lo que dicen, hablan como papagallos; son la voz de su amo.

– Nosotras también tenemos amo, que cuando nos toca tocamos.

– Sí, y vibramos con todo el cuerpo y gran placer; pero ellas solo tienen un pellejito sensible y el resto es un haut parleur. No sienten ni padecen -sentenció Tan, que al parecer sabía algo de francés.

– A mí el único que me toca es mi Reloj -intervino la adormilada Ten, que en su ensueño la abrazaban las manecillas de él.

Y así Tin, por fin, se durmió aquella noche de fieras escaramuzas entre la torre minarete y la media naranja, ya ocupada por el metal invasor.

Nota Bene.- La marcha-cuplé titulada La Cruz de Guerra es obra de Fidel Prado (letra) y Juan Costa (música), los mismos autores de El Novio de la Muerte, himno oficioso de los Lejías. La partitura fue publicada en 1921, año del desastre de Annual. No parece descabellado pensar que su intención era la de animar a los soldaditos que combatían de mala gana en el Rif. En su tiempo fue interpretada por cupletistas como Emilia Piñol y Angelina Bretón. A mediados de los 50 fue rescatada por Lilián de Celis, cuya versión es la que escuchábamos en el pueblo por obra y gracia de la emisora parroquial.

Gracias, Lilián, por el rescate; ha sido un placer.

Gerardo Sierra

1 respuesta

  1. Pedro Sierra de Cózar dice:

    Querido hermano: has abierto un camino de largo recorrido, pues estoy seguro de que tienes en mente otros muchos capítulos de la historia de la «emisora parroquial». En el que abre la serie nos recuerdas la hermosa y enternecedora historia de Rosina y su novio. Pero hoy me siento malévolo. Si esta historia la hubiese escrito Guiillermo Sautier Casaseca, el final hubiese sido otro: Rosina, mujer fría y calculadora, que en ausencia de su novio le había «echado el ojo» a otro mozo con posibles, al regresar el infeliz soldado habría pensado «¿y qué hago yo ahora con un ciego?» Y sin el menor remordimiento habría rechazado la presea.
    Bromas aparte, intentaré encontrar alguno de los discursos laudatorios que el viejo cronista don José Márquez dedicó a las glorias de Benadalid, utilizando la «emisora» para expresar su amor por el pueblo.

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