La campana y la campanilla
LA CAMPANA Y LA CAMPANILLA.
I.
¿Habeis reflexionado alguna vez, queridos lectores de la VOZ DE LA CARIDAD, sobre lo que hay de prosáico ó de sublime en una campana?
Materialmente considerada no es mas que un pedazo macizo de bronce ó de cobre que choca con otro cóncavo del mismo metal; choque impulsado quizás por un vulgarísimo sacristan ó por un chiquillo estúpido y que produce un sonido inarmónico é insoportable á corta distancia.
Pero oida la campana desde lejos, en ciertas horas, en determinadas situaciones, en una predisposicion particular del espíritu, ¡qué impresiones tan tiernas y tan profundas puede producir á nuestro corazon, si este se halla abierto para recibirlas y sentir sus efectos!
Eco misterioso de voces que no tienen otro modo de manifestarse, de sucesos que pasan a larga distancia, de pasiones, de goces, de penas, de alegrías, de tristezas, que siente todo un pueblo, la campana viene á ser como el grito concentrado de ese mismo pueblo, que se encarga de publicar sus emociones y de hacer que lleguen á noticia de todos, hasta de los viajeros que se acercan á su recinto.
Estas ideas me recuerdan las que tuve hace ya algunos años a la caida de una hermosa tarde de otoño, viajando á caballo por las encrespadas sendas de la serranía de Ronda. Descendíamos á paso lento la peligrosa cuesta llamada con grande exactitud la cuesta del morir, entre Benadalid y Benalauría; el sol se ocultaba majestuosamente por las montañas vecinas; aspirábamos el ambiente embalsamado del bosque, y por todas partes reinaba una calma deliciosa y un silencio que convidaba a la concentracion del espíritu.
Nuestra caravana se detuvo junto á una fuente, en sitio intermedio entre ambos pueblos, para dar un lijero descanso á los caballos, y me llamó entonces la atencion una modesta ermita que habia enfrente de nosotros sobre un picacho pintoresco y elevado. De repente oimos sonidos lejanos de campanas, pero de muy diversa clase.
Percibíamos débilmente las de Benadalid, que doblaban á muerto, y en efecto, al pasar por aquel pueblo habíamos visto preparativos de un entierro. Aquella campana, pues, parecia decirnos con su monótono sonido que un hombre habia desaparecido de la tierra, que su alma habia pasado ese misterioso tránsito de la vida á la muerte, que una familia lloraba, que un sacerdote rezaba y que el sepulturero abria una fosa: suceso ordinario, frecuente, conmovedor, y que pasaria sin embargo desapercibido todos los dias ante el proverbial aturdimiento de las gentes, si no viniese á recordárnoslo la campana con su lúgubre tañido.
Casi al mismo tiempo oimos otro sonido de campanas por la parte opuesta, no ya acompasado y lento sino bullicioso y atronador. Eran las de Benalauría, pero en son de fiesta. Parece, segun supimos, que el gobernador de la provincia viajaba tambien por allí; en el pueblo lo sabian, le esperaban y le hacian esa demostracion de bienvenida.
Entre tanto la campana de la ermita que teníamos al frente empezó tambien á tocar, á rosario segun nos dijeron; y en efecto, varios aldeanos, al oir este llamamiento, se encaminaban por los senderos que conducian á la altura donde estaba aquel pequeño templo.
¡Qué contraste! pensaba yo á mis solas. ¡A nuestra izquierda la campana triste de la muerte, á nuestra derecha la campana alegre de la fiesta; y allí arriba, á nuestro frente, la campana tierna que llama á la oracion!….
Tan diversos sonidos, voces de significacion tan distinta, aunque de naturaleza material tan semejante, parecian advertirnos cuán mezcladas andan en el mundo las alegrías y las penas, y cómo por encima de alegrías y de penas, como presidiendo á todo, como dominándolo todo, sobresale y resuena la voz religiosa, por débil que parezca, cual sobresalia la cruz y la campana modesta de la elevada ermita sobre los campanarios de Benadalid y Benalauría.
La campana, en efecto, es dócil palabra para todas las manifestaciones.
¿Se trata de honrar a Dios con las tiernas prácticas del culto católico? Las campanas se encargan de anunciarlo, de llamar al pueblo y de publicar que allí, á su inmediacion, dentro del templo cristiano, van las criaturas á hacer á su Criador fervorosas demostraciones de súplica, de gratitud y de adoracion.
¿Hay una fiesta popular, un regocijo público por cualquier motivo? Pues las campanas son los heraldos encargados de pregonarle y que parecen querer imponer á todos la obligacion de tomar parte en el festejo, contribuyendo a la alegría general con la particular de cada uno.
¿Amenaza al pueblo un enemigo esterior ó estalla una insurreccion en el interior? La campana toca á rebato, como grito alarmante de centinela que avisa la aproximacion de los enemigos, ó como cómplice inconsciente de los insurrectos que utilizan esa voz de metal para hacer con ella imponente acompañamiento a los gritos de la sedicion.
¿Hay fuego en una casa? Deber es de todo vecino acudir al socorro de sus habitantes para atenuar los estragos del incendio y contener sus progresos. ¿Quién los convocará con la perentoriedad que se necesita? ¿Quién dará el grito de alarma? La campana con el sonido acompasado que todos conocemos.
Un viajero se ha estraviado en noche oscura y en pais desconocido; cércanle peligros de todas clases; desfallece de cansancio y de temor. De repente aplica el oido al viento; percibe el sonido lejano de una campana: reanimase como impulsado por fuerza magnética: hay poblacion cerca; siguiendo ese sonido bienhechor hallará albergue, descanso y defensa. La campana le ha salvado.
Tal es la campana; signo de civilizacion, voz de fraternidad y de amparo. Cuando el fervor religioso de los siglos pasados edificaba esas cartujas, esos monasterios, esas abadías, que aún admiramos en sitios desiertos, como lugares alejados del mundo para consagrarse á la contemplacion mística del cielo, los monjes no rompian por completo la comunicacion con el mundo esterior; quedaba una campana en la puerta ó en lo alto de la torre, con la cual parecian querer decir á sus hermanos de la sociedad: «Aquí estamos para cuando necesiteis de nuestros au xilios ó para cuando vosotros necesiteis de nuestro retiro; la campana os guiará para descubrirlo.»
II.
Tal es la poesía de la campana. Pero ¿y la campanilla? ¿Qué poesía cabe en ese pequeño y vulgar instrumento?
¡Oh! la tiene ciertamente, aunque funciona de un modo tan mecánico en el interior de nuestras casas. No es ya la voz de un pueblo; es la medida del tiempo y el llamamiento de un hermano nuestro; campanilla del relój de pared; campanilla de la puerta de la propia casa.
El relój señala las horas por medio de campanadas, que oimos generalmente con la mas completa indiferencia; si algo nos afecta, es porque nos hace ver que es hora de comer, de salir, de dispertar ó de dormir. Y sin embargo, esos sonidos ordenados, esa voz automática del relój tiene otra significacion mas profunda, que nos debia impresionar hondamente si supiéramos comprenderla. El relój es la medida del tiempo. Da la hora de las seis, por ejemplo; esas seis campanadas nos dicen con voz terrible que tenemos ya una hora menos de existencia. ¡Tanto como amamos la vida, tanto como nos afanamos por disfrutar sus goces, tanto como sentimos perderla cuando nos amenaza un golpe mortal, y tan poco caso como hacemos de la advertencia contínua del relój, que nos está gritando!: «Una hora menos de vida; una hora mas de camino andado para la muerte!… »
Queda finalmente otra campanilla, que parece completamente material, y es la de la puerta de nuestra casa, que oimos cincuenta ó mas veces al dia sin darla la menor importancia. Su sonido agudo y penetrante nos anuncia una visita. ¿De qué género será? ¿Persona querida ó indiferente? ¿Mensajero de fortuna ó portador de malas nuevas? Todo es posible y todo sucede á veces.
Pero puede ser tambien un desgraciado que pide socorro ó al menos consuelo ó siquiera simpatía. Cuando esto sucede, si nos sorprende en un momento malo, solemos despedirle mas ó menos bruscamente, negándole socorro, consuelo y conmiseracion: el infeliz se marcha con una esperanza menos y con una amargura mas. Cuando esto se repite dos y cuatro y mas veces, la desesperacion puede agotar sus fuerzas y su razon, y todos los que hemos contribuido á formarle esa desesperacion, tendremos una parte de responsabilidad moral de sus consecuencias.
¡Oh! no desoigamos ni rechacemos al que llama á nuestra puerta: lo hace obligado por la necesidad. Si no podemos darle socorro, démosle al menos consuelo y muestras de benévola simpatía: consolar al triste es obra de misericordia. Pensemos que algun dia podemos tener que llamar á otra puerta en demanda de apoyo tambien, y no podríamos quejarnos de recibir el mismo desengaño que hemos dado al desventurado que acudió á nosotros. Pensemos, en fin, que si la campanilla puede anunciar un mensajero de buenas nuevas, no es buen precedente para merecer esa fortuna el rechazar con dureza al que vino á buscar nuestra compasion en el dia de la desgracia.
Antonio Guerola.
1 de julio de 1873
