Las comedias

Los vecinos de Benadalid siempre han sido aficionados a representar «comedias», coincidiendo con las Fiestas en honor de San Isidoro. Tengo noticias de algunas de ellas en los años veinte del pasado siglo, en las que destacaba por su vis cómica Frasquito Vázquez, de la familia de los Merinos, quien por la gracia con la que se expresaba consiguió que algunas de sus morcillas pasasen a integrarse en el lenguaje popular:
¡Ay Consuelo, con la tormenta “m’esvelo”!

La maldita guerra civil interrumpió la práctica, que se recuperó a partir de los años cincuenta. Confieso que yo mismo participé en mis años mozos en algunas representaciones, que se realizaban con el objetivo de recaudar fondos para pagar la orquesta y los cohetes («de diferentes tronidos», como decía Periquito Bermúdez), ya que el Ayuntamiento sólo colaboraba con una cantidad simbólica.

Como era verano, los escenarios se montaban al aire libre: en la calle Fuente (corral de Manuel García), en la de la Harina…; aunque también hubo comedias en lugares cerrados, como en la almazara de doña Paca y en la escuela. Todo muy simple, muy humilde: un tablado, unas cuantas sábanas, colchas y mantones, prestados por las madres y esposas de los mayordomos, y «cuatro tiliches», como decía Anita la de Carlos para describir el mobiliario.

Por norma la función se iniciaba con la puesta en escena de una comedia en dos o tres actos. Recuerdo un melodrama, La muralla, obra de Joaquín Calvo-Sotelo, cuyo protagonista masculino fue representado, con nota, por Paquito Torres; y una farsa, Don Armando Gresca, de Adrián Ortega, que describía la sorpresa de unos herederos por las trampas que don Armando les había tendido en su testamento. Debuté en esta obra en un papel secundario, Mayayo, un chico que podría calificar de topolino. Para la ocasión, a pesar de la calor, estrené una elegante chaqueta de lana con cuadros escoceses, que me había traído de Londres mi primo Félix de Cózar. El entendido público aplaudió la chaqueta.

Tras la comedia llegaba el momento más esperado por los vecinos: los pasillos cómicos o sainetes. Casi todos del repertorio de los hermanos Álvarez Quintero, cuyo teatro está hoy injustamente despreciado por el pensamiento único. Traigo a colación dos ejemplos: Sangre gorda, con una actuación estelar de Puri (y no lo digo porque sea mi hermana), y El ojito derecho, con el que triunfaron Miguelín Aranda y Paco Vázquez, que trataban la venta de un burro.

Por cierto, el animal se convirtió en la estrella de la noche. Épica fue la maniobra de subirlo al escenario pues él, vergonzoso, no quería, como presintiendo lo que iba a suceder. Aquella tarde habíase hartado de verde y bebido un cubo de agua, y cuando los actores cerraban el trato con un apretón de manos, el burro sufrió otro apretón, le entraron unos cursos y se fue de varetas, cagándose (con perdón) en toda la concurrencia. El estruendo de risas y aplausos subió hasta los farallones de la sierra, despertando de su profundo sueño a las grajas de la sima, que graznando despavoridas abandonaron en bandada su refugio, ciegas y desorientadas, sin saber dónde posarse, cayendo al suelo como brevas maduras.

Otro sainete que obtuvo el aprobado general fue el titulado Farsa y justicia del corregidor, que no había salido de las plumas de los Quintero, sino de la de Alejandro Casona. Asturiano, hijo de maestros, Casona fue un dramaturgo de éxito en los años anteriores a la Segunda República. Además era inspector de Enseñanza Primaria y desde el Ministerio de Instrucción Pública puso en marcha programas de teatro escolar y popular con excelentes resultados, al nivel de La Barraca de García Lorca. Para su puesta en escena en las escuelas adaptó varios cuentos, entre otros uno de Las mil y una noches, titulado La justicia del cadí, que fue el origen de la «Farsa». Los protagonistas fueron Isidoro Sierra, Pepe Luis Márquez, Francisco Jiménez, Paco Vázquez y el que suscribe (me falta uno que no recuerdo, tal vez Alfonso Mena).

Entre los actores, además de los mencionados, los hubo de toda clase y condición. Grandes actores en ciernes, como Isidoro García Sánchez, un punto histriónico, cualidad indispensable en la farándula; otros inefables, como Juan Martín Aral, famoso por su “pechá, pechá”; y otros dicharacheros, como Juan Luis Gª O’Reilly, quien a la usanza de Antonio Ozores pronunció en una ocasión una catarata de palabras sin sentido para ocultar que no se había estudiado el papel. Y no me olvido de nuestra artista invitada: Paqui, sobrina de Isabelita González y de su marido el guardia civil Carrillo, terror de cazadores furtivos. Como buena jubriqueña era una artista ocurrente y desenfadada, que bordaba los personajes femeninos de los Alvarez Quintero.

En resumen, «las comedias» cumplían múltiples funciones: divertir al personal, recaudar fondos para la Feria y, sobre todo, dar ocasión a los más jóvenes para entretenerse y estrechar lazos de amistad y de otra naturaleza durante los días de los ensayos. De acuerdo con las normas morales y políticas de la época, todas las comedias eran edificantes; pero nadie se quejaba por ello. Sólo recuerdo una obra que no obedecía a este esquema: Escuadra hacia la muerte, un drama antibelicista de un autor maldito para el franquismo, Alfonso Sastre.

Estos son mis recuerdos. Las comedias siguieron representándose, de modo que propongo a los posibles lectores interesados en el tema que nos ilustren con sus vivencias, para que entre todos escribamos la historia de «las comedias» de Benadalid.

Pedro Sierra de Cózar

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