Los Pobres Doblaores

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En Benadalid el día uno de noviembre celebrábamos la fiesta de Todos los Santos, y el dos la de Todos los Difuntos.
Eso de Halloween no lo habíamos oído nunca; lo que sí oíamos eran las campanas doblando, tocando a muerto: “tin-tan-tiannn…”. La chica, la grande, las dos a un tiempo, y un moderado silencio.
Este motivo musical tan triste, este mantra, era repetido durante una noche y su día. Estar pendiente de las campanas todo ese tiempo suponía un esfuerzo extra para los monaguillos dobladores, pobrecitos, y reclamaba una compensación.
Así que los monaguillos, formando equipo, vestidos de roja ropa talar y provistos de campanilla, acetre e hisopo, más una buena espuerta -tan cargada de función y significado como el resto de objetos-, recorríamos las casas del pueblo pidiendo una limosna pa’ los pobres doblaores.
Al tiempo que la canasta se iba llenando de membrillos, boniatos, granadas, castañas, higos secos, pan, tocino…, disminuía el nivel del agua bendita con la que asperjábamos las casas filántropas.
De Halloween no teníamos ni idea, pero los monagos de entonces ya practicábamos un viejo ritual que ahora se llama de otra manera. Con todo lo recogido en nuestra operación tipo “truco o trato”, los dobladores cenábamos a la luz de unas velas en el coro de la iglesia, mientras repartíamos las imaginarias.
No sé cómo la droga, en forma de medias botellas de vino o aguardiente y cigarros de chasca, consiguió invadir nuestro sagrado recinto, pues no constaba en la espuerta. Sólo recuerdo que un año las vomiteras en el coro y las escaleras resultaron demasiado escandalosas para las Hijas de María que se prestaron a limpiarlas. Aunque nadie se quejó del servicio de campanas de aquella noche satánica, puede ser que entonces se iniciara el declive de esta tradición benaliza monástica. ¡El diablo en la iglesia y en la noche de difuntos, eso faltaba!
¿Hemos perdido algo? Sí, el sollozo continuo de la torre de la iglesia una vez al año, como un niño pesado que llora y no se cansa, para recordar que te vas a morir, gilipollas. Aquel jálouin era más que una fiesta, pues las campanas doblaban, no repicaban.

3 Respuestas

  1. Pedro Sierra de Cózar dice:

    También yo ejercí algunos años de pobrecito «doblaor», en compañía de otros monaguillos de los cuarenta, como Paquillo Vázquez (que en gloria esté) y Miguelín Aranda (aún presente, a Dios gracias). Nuestro maestro de ceremonias era Antonio Bermúdez (r. i. p.), que vestía para la ocasión una sobrepelliz alada, símbolo de su «auctoritas». Para la ocasión se unían a los titulares una legión de monaguillos voluntarios: Paco Torres Becerra, mi añorado amigo Tomás Vázquez, su primo Alonso Sánchez y una legión de hambrientos.
    Sobre lo susodicho, todo muy acertado, quisiera añadir un par de detalles: un año, no recuerdo cuál, pretendí sustituir la cantinela de «una limosna para los pobrecitos doblaores» por una estrofa que aprendí en Cortes de la Frontera: «Ángeles somos/del cielo venimos/agua le echamos/limosna pedimos»; pero fracasé, por culpa de Paquillo Vázquez, que dijo que eso de los ángeles era cosa de las niñas de la escuela de doña Agustina.
    Y una última información: el dinero para comprar el aguardiente lo obteníamos con la venta de las castañas recogidas, a veces hasta dos fanegas.
    Un saludo a los pobrecitos «doblaores» que aún sigan vivos.

  2. GS dice:

    Un saludo a los pobres doblaores desde luego, y gracias Pedro por tu siempre aguda y precisa información.
    Sobre la cantinela tan celestial que aprendiste en Cortes diré que el fracaso en imponerla fue transitorio, pues cuando llegó a la parroquia D. Isidro, que era cortesano, nos la hizo aprender y practicar.

  3. Francisco Sánchez dice:

    Creo que los últimos coletazos de la tradición coincidieron con los años en que fui monaguillo en la época de Miguel Cantarero de párroco y, efectivamente, la cantinela cortesana se impuso y se siguió utilizando hasta que los Pobres Dobladores dejaron de existir.

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